¡Ay, Andalucia! Mi tierra. Pregúntame qué me gusta de ella y te diría que es la vida misma. No es una cosa, son mil, que se entrelazan y te atrapan de una forma que no te sueltan jamás.
Si tuviera que elegir, si me apretaras mucho, diría que lo que más me vuelve loco es la luz. Pero no es cualquier luz, es una luz dorada, cálida, que lo baña todo. Se te mete en los ojos, en la piel, te hace sentir vivo. La ves al amanecer, cuando el sol todavía está tímido y tiñe de rosa y naranja las montañas de la Sierra Nevada. La ves al mediodía, intensa, que casi te obliga a buscar la sombra y te regala esos azules tan puros en el cielo. Y la ves al atardecer, esa hora mágica donde todo se vuelve oro viejo, donde las fachadas encaladas de los pueblos brillan con una intensidad especial, y hasta el aire parece tener otro color. Es una luz que invita a la tertulia en una terraza, a sentir la brisa en la cara mientras el día se apaga lentamente.
Pero esa luz solo se entiende con la gente. ¡Ah, el andaluz! Somos ruidosos, sí. Hablamos alto, reímos a carcajadas, gesticulamos hasta para decir "buenos días". Somos de corazón abierto, de abrazos sinceros, de compartirlo todo, hasta el último trozo de pan. Te sientas en cualquier plaza, en cualquier bar de tapas, y enseguida te sientes uno más. Te preguntan de dónde vienes, se interesan por tu vida, te invitan a una cerveza. Esa cercanía, esa alegría de vivir que se contagia, eso es lo que no encuentras en muchos otros sitios. Es la abuela que te ofrece un dulce casero al pasar por su puerta, el vecino que te saluda con una sonrisa al sacar la basura, el grupo de amigos que se juntan para cantar sevillanas en cualquier esquina.
Y claro, no puedo olvidarme de la gastronomía. Madre mía, la comida andaluza. Es sencilla, pero tiene el sabor de la tierra, de las manos que la preparan con cariño. Desde el gazpacho fresquito en verano, que te revitaliza el alma, hasta un buen guiso de rabo de toro que te reconforta en invierno. Las tapas, ¡ay, las tapas! Son un arte. Ir de tapas es una experiencia social, un paseo culinario por los sabores de la región. Una aceituna aliñada, un cazón en adobo crujiente, una tortilla de camarones delicada… y todo regado con un buen vino de Jerez o una cerveza bien fría. Y no me hables de los dulces, de las torrijas, de los pestiños en Semana Santa. Son auténticas joyas.
Luego está la historia, que se respira en cada rincón. Pasear por las calles de Sevilla, con la Giralda y el Alcázar como testigos, es como viajar en el tiempo. Sentir la grandiosidad de la Alhambra en Granada, imaginar a los sultanes paseando por sus jardines, es algo que te sobrecoge. Y el encanto de los pueblos blancos, esas casitas encaladas colgadas de las laderas de las montañas, con sus patios llenos de flores, te transportan a otra época. Cada piedra, cada callejuela, cuenta una historia, la de los romanos, los árabes, los cristianos… una mezcla de culturas que ha dado forma a esta tierra tan especial.
Pero si tuviera que resumir, diría que lo que más me gusta de Andalucía es esa sensación de plenitud, de que la vida merece ser vivida con intensidad, disfrutando de los pequeños placeres. Es el sol que te calienta la cara, el sabor de una naranja recién cogida, el sonido de una guitarra flamenca que te eriza la piel, la risa compartida con amigos. Es un estado de ánimo, una forma de ver la vida. Es mi casa, y en ella, siempre encuentro algo que me hace feliz, algo que me recuerda por qué esta tierra tiene un pedacito de mi corazón, y una parte aún más grande de mi alma.